Este verano, cuando fui a Estados Unidos por un congreso, tuve la suerte de poder parar unos días en Nueva York y cumplir una de las cosas que siempre había querido hacer, que era ir a la casa de Louis Armstrong. Louis era uno de los tíos más grandes de la historia del jazz. Yo creo que si encuestáramos a todos los entendidos en este tipo de música, la inmensa mayoría lo pondría en su top 5. Y aunque ganó tropecientos premios, grabó decenas de discos y salió en un montón de películas y aunque sus amigos eran todas las estrellas del momento, Louis era una persona humilde, agradable, que nunca quiso abandonar su modesta casa. Hoy esta casa es un pequeño museo dedicado a su figura. Está en el barrio de Corona en Queens, justo al lado del Flushing Meadows-Corona Park, que es donde se grabó la escena final de Men in Black, con Will Smith y Tommy Lee Jones disparando a la inmensa esfera terrestre que hay en el centro del parque. No muy lejos se encuentra el Estadio Louis Armstrong, dedicado a nuestro protagonista, en cuyas pistas de tenis se juega el US Open cada año.
Al museo hoy se entra a través del garaje, donde exponen objetos que pertenecían a Louis; algunos estaban en los armarios cuando llegaron los conservadores y otros los habían donado coleccionistas. Subiendo por unas estrechas escaleras llegamos al primer piso de la casa histórica. Para mí fue una experiencia única. Todo seguía igual que cuando Louis Armstrong vivía. En la repisa del baño estaba su botella de colonia a la mitad, en el armario la aspiradora estaba recogida y sus notas seguían repartidas por la mesa del despacho. ¡Daba la sensación de que en cualquier momento algún habitante de la casa aparecería por algún lado!
Hice el tour con otras cinco personas más y un guía nos llevaba de aquí para allá, contándonos anécdotas y rutinas de la pareja. Visitamos la cocina en la que Lucille le hacía a Louis su plato favorito: arroz con frijoles (a la pobre le obligó a aprender a hacerlo exactamente de la misma manera que la que cocinaba su madre). Los armarios están pintados de un intenso color turquesa que parece ser que era el mismo que el del Cadillac de Lucille. Vimos el salón donde organizaban cenas con sus amigos (la lista de invitados sería la envidia de cualquier palacio real) y subimos al piso de arriba, donde estaba la habitación en la que dormía la pareja. Al entrar tuve la misma sensación que, cuando era pequeño, tenía al entrar en la habitación de mis abuelos. Al fondo, una tele pequeñita, un armario antiguo y una copia del Cristo de San Juan de la Cruz de Dalí en la pared. Allí también estaba la cama en la que Louis murió. Después fuimos a su estudio, presidido por escritorio y un reproductor de cintas a su espalda. En una pared colgaba un retrato suyo pintado por un tal “Benedetto” (¡el mismísimo Tony Bennett!) y si pulsabas un botón, por un pequeño altavoz en el techo podías escuchar al pintor explicando su relación con Louis y porqué le regaló el cuadro. En el museo trabajan como voluntarios personas que conocieron a Louis como uno que su padre había sido el que iba a arreglar cosillas a la casa y otra que su madre ayudaba a Lucille con la compra cuando Louis murió.
Al terminar, con treinta y tantos grados de calor, me pude sentar en las escaleras de la casa a descansar a la sombra. Allí era donde los niños del barrio esperaban a que Louis regresara de sus giras para que tocara con ellos la trompeta. Cuando en 1967 le presentaron la letra de What a wonderful world, Louis aceptó interpretarla porque le recordaba esas reuniones. En una entrevista dijo "Hay tantas cosas en 'Wonderful World' que me traen de vuelta a mi barrio, Corona, en Nueva York. Lucille y yo hemos vivido allí desde que nos casamos. Y todo el mundo allí es como una gran familia. He visto crecer tres generaciones. Y todos con sus hijos, nietos, vuelven a ver al tío Satchmo y a la tía Lucille (no lo he dicho, pero ese era Satchmo era el apodo de Louis). Por eso al cantar: 'Oigo llorar a los bebés/ los veo crecer/ aprenderán mucho más/ que yo nunca sabré' puedo ver las caras de todos esos niños. Y tengo fotos de ellos cuando tenían cinco, seis y siete años. Así que cuando me ofrecieron 'Wonderful World', acepté inmediatamente”.
Si escuchas ahora la canción, la manera en la que canta Louis tiene mucho más sentido.
Me encantó la visita. Allí me sentí como si el propio Louis me hubiese invitado a su casa. Y, en su hospitalidad, comprobé que todo lo que se dice de Louis Armstrong era cierto y pensé que necesitamos más gente como él.
Entrada anterior: Fire of love |
Volver a la portada: mariogonzalez.es |
Entrada posterior: Ésta es la última entrada Volver a la portada |