Generación cogida entre dos fuegos, ¿sabe nadie lo que somos los hombres nacidos al mismo tiempo que el siglo?
Generación que no se ha desprendido por completo del romanticismo trasnochado del 1900, y que no ha podido asimilarse de
todo el espíritu indiferente-deportivo de la post-guerra, ¿sabemos ninguno de nosotros lo que somos, lo que creemos ni
lo que deseamos?
Término medio; ejército de choque; puente entre la época del corazón y la época del músculo; guión que separa la edad de lo imaginativo (Edisson) y la edad de la mecánica (Ford); generación transitiva, en fin, los que pertenecemos a ella vivimos aplastados entre el pasado y el presente, tan incomprensivos para el uno como para el otro, sin que ese pasado sea nuestro pasado ni este presente sea nuestro presente, ajenos a los dos.
No somos viejos, porque tenemos treinta años. Pero… tampoco somos jóvenes. Con el pelo negro –y hasta poco ondulado, ¡qué caramba!, todo hay que decirlo-, con la frente tersa, con los músculos bien dispuestos y los nervios excelentemente templados… uno no es joven ya. Y al mirar alrededor, hacia las juventudes pretéritas y hacia las juventudes actuales, uno ve claro que ni siente y piensa como aquéllas, ni siente y piensa como éstas.
En Religión, aquellas juventudes pasadas hicieron de Dios un personaje imprescindible.
Las juventudes actuales no se acuerdan de Dios para nada.
Y uno se acuerda de Él de vez en cuando.
En Política, las juventudes pasadas se lanzaron briosamente a la lucha por la libertad.
Las de ahora corren a combatir por la igualdad y por la fraternidad.
Y uno –que tiene siempre presente el espectáculo del Universo- al oír hablar de
igualdad, de libertad y de fraternidad, vomita.
Patrióticamente, aquellas juventudes desaparecidas poseyeron
un ciego entusiasmo que las empujó a guerras horribles, al
grito de “¡Adelante por la
victoria!”
Las juventudes de hoy, con la otra ceguera de la solidaridad universal,
no quieren pelear y proclaman “Hay que suprimir las
guerras, que son una bestialidad inútil”.
Y uno –ni guerrero ni pacifista- piensa, con la seguridad de
ser el único que acierte: “Las guerras
son una ley, como la gravedad o la atracción de las masas, y
habrá guerras siempre, mientras el Mundo sea Mundo”.
En Amor, aquellas juventudes crearon el romanticismo y se suicidaron de
un pistoletazo ante el daguerrotipo de una dama cualquiera, tenida por
pura y excepcional.
Las juventudes actuales sustituyen el romanticismo por el deporte, y son indiferentes.
Y uno piensa que suicidarse por una mujer no
está mal cuando esa mujer merece la pena;
pero deja transcurrir la vida sin descubrir entre las mujeres conocidas
la mujer por la que merece la pena suicidarse.
Ante el matrimonio, las juventudes pasadas adoptaron una actitud de
sometimiento y se casaron enamoradas.
Las juventudes presentes se casan
también, pero sin saber bien si están enamoradas
o no.
Y uno retrocede siempre ante el matrimonio,
como un caballo que viese, cruzada en el camino, una culebra.
Y en lo Divino…
En lo divino, las juventudes
pretéritas tenían fe y creían.
Las juventudes actuales no tiene fe ni
creen.
Y uno cree… y no tiene fe.
A uno le falta la fe, sí.
Pero quizá para creer no sea la
fe absolutamente necesaria.
Tener fe es masticar sin dientes.
¿Y quién ha dicho que sean imprescindibles los
dientes para masticar? ¿Acaso no existen máquinas
masticadoras?
Se puede no tener fe y, sin embargo, creer.
Se puede no tener fe y, no obstante, llevar
dentro, arraigado, letal, innato e inconmovible, el sentido de lo
religioso.
Sentirse, a veces, triste o desvalido o melancólico significa religiosidad.
Reír sin ganas es religiosidad.
Disculpar la estupidez ajena; soportar el contacto de personas insoportables; alzarse de hombros ante lo indignante es religiosidad.
Ir por carretera en automóvil, sin rueda de repuesto, y aguantar tres pinchazos, y tirarse al suelo una y otra vez a parchear las cámaras pinchadas, y hacer todo esto sin emitir blasfemias es religiosidad.
Considerar el egoísmo como una de las facultades del alma –MEMORIA, ENTENDIMIENTO, EGOÍSMO Y VOLUNTAD- es religiosidad.
Querer a los niños y a los perros por el solo hecho de ser perros y ser niños es religiosidad.
Afeitarse a diario resignadamente es religiosidad.
Decir cada día diez veces “¡Amigo mío!”, mientras se da un abrazo a un bípedo despreciable que sabemos que nos difama es religiosidad.
Aguardar un tranvía de la Prosperidad sin protestas ostensibles es religiosidad.
Fumar tabaco español sin pensar en cambiar de marca es religiosidad.
No tener dinero y simpatizar con el capitalismo eso es religiosidad también.
A veces, al dejar el lecho después de habernos entregado con una mujer, que jura querernos, a un goce delirante, sentimos un desconsuelo, una gana de llorar –de llorar hasta el haztargo- de llorar todo cuanto llevamos dentro de delicado, de tierno, de puro, de noble y que cada amor nuevo pisotea, envilece y ensucia un poco más.
Pero reaccionamos,
porque la vida es reacción, y sonreimos y silbamos un
cuplé cualquiera y cuando aquella mujer pregunta:
-¿Estás contento?
Respondemos:
-¡Figúrate!
Eso también es religiosidad.
Y uno no sabe ya lo que es. Si bueno, malo; inteligente, estúpido; ateo, creyente; romántico o realista.
Enrique Jardiel Poncela 1932
“La Tournée de Dios”
Editorial Biblioteca Nueva
Colección Literatura de Humor Ed. 2003
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